sábado, 30 de abril de 2011

Vann y Bolaño

Hemos vuelto a leer (el plural mayestático me persigue aunque se trate de una carcasa vacía) y hemos vuelto a disfrutar. A recordar por qué. Sukkwan Island de David Vann se nos ha incrustado en las tripas y nos está costando que se vaya. Los sinsabores del verdadero policía, el último y póstumo Bolaño (los papeles de Bolaño seguirán dando libros y libros a la imprenta porque, a pesar de tratarse de obras incompletas, son mejores que la inmensa mayoría de los otros libros) nos está emocionando, nos está redescubriendo la capacidad de observación, de síntesis, de agudeza, del chileno. Nos hubiera gustado conocer a Amalfitano, ese profesor con aspecto de Cristopher Walken con el pelo blanco (no podemos evitar pensar en el vídeo de Fat Boy Slim en el que el actor baila como si fuera un aprendiz de Fred Astaire), homosexual tardío, traído y llevado por la vida.

«En cierta ocasión, después de discutir con Castillo sobre la identidad pregrina del arte, Amalfitano le refirió una historia que a él le habían contado en Barcelona. La historia versaba sobre un sorche de la División Azul española que combatió en la Segunda Guerra Mundial, en el frente ruso, más concretamente en el norte, en una zona cercana a Nóvgorod. El sorche era un sevillano bajito, delgado y de ojos azules que por esas cosas de la vida (...) fue a parar a Rusia. Allí alguien le dijo sorche ven para acá o sorche haz esto o lo otro y al sevillano se le quedó en la cabeza la palabra sorche, (...). No tardó en ser herido. Durante semanas permaneció internado en el Hospital de Riga al cuidado de robustas y sonrientes enfermeras del Reich y de algunas feísimas enfermeras españolas voluntarias. (...) Cuando le dieron de alta sucedió algo que para el sevillano tendría graves consecuencias; en vez de recibir un billete con el destino correcto, le dieron uno que lo llevó a los cuarteles de un batallón de las SS destacado a unos trescientos kilómetros de su regimiento. Allí, rodeado de alemanes, austriacos, letones, lituanos, daneses, noruegos y suecos, todos mucho más altos y fuertes que él, intentó explicar el equívoco pero los SS le dieron largas y mientras se aclaraba el asunto lo pusieron con uan escoba a barrer el cuartel y con un cubo de agua y un estropajo a fregar la oblonga y enorme instalación de madera en donde interrogaban y torturaban a toda clase de prisioneros. Sin resignarse del todo, pero cumpliendo con su nueva tarea a conciencia, el sevillano vio pasar el tiempo desde su nuevo cuartel, comiendo mucho mejor que antes y sin exponerse a nuevos peligros. (...) Y un buen día ocurrió lo que tenía que ocurrir. El cuartel del batallón de las SS fue asaltado y tomado por un regimiento de caballería ruso, según unos, por un grupo de partisanos, según otros. El resultado fue que los rusos encontraron al sevillano escondido en el edificio oblongo, vestido con el uniforme de auxiliar de las SS y rodeado de las no tan pretéritas infamias cometidas allí. Como quien dice, con las manos en la masa. No tardaron en atarlo a una de las sillas que los SS usaban para los interrogatorios, una de esas sillas con correas en las patas y en los reposos y a todo lo que los rusos preguntaban el español respondía en castellano que él no entendía y solo era un mandado. También intentó decirlo en alemán, pero en este idioma apenas conocía cuatro palabras y los rusos ninguna. Estos, tras una sesión de bofetadas y patadas, fueron a buscar a uno que sabía alemán y que se dedicaba a interrogar prisioneros en otra de las celdas del edificio oblongo. Antes de que regresaran el sevillano escuchó disparos, supo que estaban matando a algunos de los SS y perdió gran parte de sus esperanzas; no obstante, cuando los disparos cesaron volvió a aferrarse a la vida con todo su ser. El que sabía alemán le preguntó qué hacía allí, cuál era su función y su grado. El sevillano, en alemán, intentó explicarlo, pero en vano. Los rusos, entonces, le abrieron la boca y con unas tenazas que los alemanes destinaban a otros fines empezaron a tirar y a apretar su lengua. El dolor que sintió lo hizo lagrimear y dijo, o más bien gritó, la palabra coño. Con las tenazas dentro de la boca el exabrupto español se transformó y salió al espacio convertido en la palabra kunst. El ruso que sabía alemán lo miró extrañado. El sevillano gritaba kunst, kunst, y lloraba de dolor. La palabra kunst, en alemán, quiere decir arte y el soldado bilingüe así lo entendió y dijo que aquel hijo de puta era un artista o algo parecido. Los que torturaban al sevillano retiraron la tenaza con un trocito de lengua y esperaron, momentáneamente hipnotizados por el descubrimiento. La palabra arte. Lo que amansa a las fieras. Y así, como fieras amaestradas, los rusos se dieron un respiro y esperaron alguna señal mientras el sorche sangraba por boca y tragaba su sangre mezclada con grandes dosis de saliva y se ahogaba y vomitaba. La palabra coño, sin embargo, metamorfoseada en la palabra arte, le había salvado la vida. Los rusos se lo llevaron junto con el resto escaso de prisioneros y poco después otro ruso que sabía español escuchó la historia del español y este fue a parar a un campo de prisioneros en Siberia mientras sus compañeros accidentales eran pasados por las armas. En Siberia estuvo hasta bien entrada la década del cincuenta. En 1957 se instaló en Barcelona. A veces abría la boca y contaba sus batallitas con muy buen humor. Otras, abría la boca y mostraba el trozo de lengua que le faltaba. Apenas era perceptible. El sevillano, cuando se lo decían, explicaba que la lengua con los años le había ido creciendo. Amalfitano no lo conoció personalmente, pero cuando le contaron la historia el sevillano todavía vivía en una portería de Barcelona».

martes, 26 de abril de 2011

Hilos invisibles

«Pero hay otra razón más poderosa para mi insatisfacción. Lo atractivo y flexible de los planteamientos antes expuestos invita a los autores a lanzarse a su exploración, a jugar con ellos. Y en esa exploración demasiadas veces suele sacrificarse el vínculo del posmodernismo con la tradición. Los autores parecen más cómodos en el extremo del puente que está cercano al futuro; hasta el punto de no ver, e incluso negar, el que parte del pasado. El resultado son construcciones experimentales, ejercicios de estilo que parecen flotar en el aire. Son el equivalente literario al niño que ha aprendido a andar en bicicleta sin manos y llama a su padre para que éste vea lo que sabe hacer. Es por esta razón por la que La subasta del lote 49, de Thomas Pynchon, por ejemplo, me parece una obra menos lograda (y mucho menos digerible) que Contraluz, del mismo autor.
Y sin embargo, y de aquí mis problemas con el posmodernismo, creo que obras tan duras de roer como Ágape se paga, de William Gaddis, o La subasta del lote 49 son muy necesarias. »

Mis problemas con el posmodernismo, Jon Bilbao, El País, 23/04/2011


«Aparcó el Impala en una gasolinera que había en una prolongación anodina de la Avenida de Telégrafos y buscó la dirección de John Nefastis en la guía telefónica. Llegó a una vivienda pseudomexicana, buscó el nombre entre los buzones de los vecinos norteamericanos, subió los peldaños exteriores y anduvo junto a una serie de ventanas con cortinas hasta que dio con la puerta. El inquilino llevaba el pelo cortado a cepillo y tenía la misma cara de adolescente que Koteks, aunque vestía una camisa con motivos polinesios, de la época del presidente Traman. Al presentarse invocó el nombre de Stanley Koteks.
—Según él, usted podría decirme si yo soy «sensible» o no.
Nefastis había estado viendo en la tele a una panda de críos bailando el watusi

La subasta del lote 49. Thomas Pynchon. 1966

En el cartel de los actos de la Noche de los libros en La independiente (a la derecha) puede verse que haremos una lectura pública de El día del Watusi, de Casavella, que comienza con la recreación del 15 de agosto de 1971 en Barcelona y en el que tanta importancia tiene ese baile.
De 2011 a 1966 y de ahí a 1971. De Madrid a San Francisco y de ahí a Barcelona.

En el universo literario el tiempo y el espacio no existen.

lunes, 25 de abril de 2011

Pynchon

Algunos escritores americanos (¿postmodernos?) parecen sentir necesidad de demostrar constantemente el ingente conjunto de datos que han ido acumulando (pensemos en las interminables notas al pie de Foster Wallace) y escribir sobre cómo se organizó el correo postal en Estados Unidos a mediados del siglo XIX o cómo funciona un estudio de grabación, por ejemplo. No creo que se trate tanto de que piensen que el lector pueda estar interesado en este tipo de cosas sino en la necesidad propia de escribir, esto es, de organizar en la propia cabeza todos esos datos. Como si la acumulación fuera una de las características del siglo XXI y la única manera de convertir esos datos en conocimiento fuera escribiéndolos, como si la lectura oblicua de toda esa información ofreciera alguna clase de luz sobre la inmensa complejidad de la que se ha revestido el mundo.
Supongo que no se trata de que el mundo se haya vuelto más complejo (el mundo siempre ha sido infinitamente complejo, tan solo hay que variar el aumento de la lente con el que lo contemplemos) sino que ahora, además, habitamos en una explosión permanente, en un flujo constante de palabras. Estas largas y brillantes parrafadas dedicadas al funcionamiento de cosas aparentemente banales (ya sean los negocios web previos a la burbuja del 2000 o el funcionamiento de la especulación del suelo en California) muestran, en el fondo, que el mundo se ha vuelto en gran medida incomprensible. Estos escritores como Pynchon o Wallace (a veces también Franzen) son deslumbrantes y osados, inventivos y satíricos, omnívoros y totalizadores pero a mí me provocan cierta tristeza. Como si estuvieran desvalidos antes el mundo. Como si fueran adultos que de pequeños pensaron que gracias al estudio conseguirían saber algo de la vida y que, tras muchas décadas dedicados a ello, entiendan ahora menos que antes.

Creo que esta entrada podía haberse titulado: «De como me lo paso estupendamente leyendo a Pynchon y de lo poco que lo entiendo».

martes, 19 de abril de 2011

Marías

Cuando uno lee de verdad (habría tal vez aquí que consultar con un neurolingüista, ya se sabe que lo malo de las ciencias humanísticas es que basta con tener buena pluma para afirmar cualquier cosa) y firma el pacto implícito que cualquier libro de ficción propone, y se ve inmerso en un mundo diferente al real, es difícil escapar, salir de él rápidamente. Esto me parece particularmente cierto con los escritores del ritmo (gran título para una agrupación literaria, tomen nota), como Javier Marías, en los que es mucho más importante el estilo y las circunvoluciones y el volver una y otra vez sobre las mismas ideas que la historia. La historia nunca importa en las novelas de Marías y no por eso dejan de gustarme. Más bien al contrario, me pasa con él lo mismo que me ocurría cuando pasaba un semestre estudiando sonetos: que al final el ritmo del soneto resonaba en mi cabeza como un compás flamenco y todo se ajustaba a ese ritmo, tal y como decía Octavio Paz que sucedía a los poetas románticos, empeñados en reflejar el sonido del mundo con el metro y la cadencia de la poesía tradicional. Es algo así, cuando dejo de leer lo que sea que Marías ha decidido contarme, con ese estilo suyo tan alambicado, tan repetitivo, tan obsesivo, tan afectado a veces, es la música de su prosa lo que resuena en mi cabeza, es la puntuación extraña, las frases insertadas unas dentro de otras, son los condicionales, son las propuestas de una historia dentro de otra historia, como si dijera: “voy a escribir una novela en la que habrá constantes saltos espaciales y temporales y en la que los personajes hablen de forma tan poco creíble como se me ocurra y aún así voy a conseguir que el lector quede atrapado sin remedio en la malla, en la red que, poco a poco, una palabra tras otra, voy tejiendo, y quede así trabado en la urdimbre de las palabras que se amontonan, que dibujan imágenes, que construyen poco a poco ese pensamiento literario que dota a las cosas de una falsa apariencia de verdad.”. Y sí, Marías puede ser cargante y para aquellos que odian las novelas sin trama en las que no pasa nada (una postura que no comparto pero que entiendo perfectamente) seguro que se hace insufrible, pero a mí me sucede lo contrario, que se me hace interesante por lo que tiene de reflexiva su literatura, por la digresión:
«Curiosamente no me sorprendía ni me causaba violencia que Luisa me hablara con tanta confianza, como si yo fuera una amiga. Tal vez no podía hablar de otra cosa, y en los meses transcurridos desde la muerte de Deverne había agotado con su estupefacción y sus cuitas a todos sus allegados, o le daba vergüenza insistir sobre el mismo tema con ellos y se aprovechaba para desahogarse de la novedad que yo suponía. Tal vez le daba lo mismo quién yo fuera, le bastaba con tenerme como interlocutor no gastado, con quien podía empezar desde el principio. Es otro de los inconvenientes de padecer una desgracia: al que la sufre los efectos le duran mucho más de lo que dura la paciencia de quienes se muestran dispuestos a escucharlo y acompañarlo, la incondicionalidad nunca es muy larga si se tiñe de monotonía. Y así, tarde o temprano, la persona triste se queda sola cuando aún no ha terminado su duelo o ya no se le consiente hablar más de lo que todavía es su único mundo, porque ese mundo de congoja resulta insoportable y ahuyenta. Se da cuenta de que para los demás cualquier desdicha tiene fecha de caducidad social, de que nadie está hecho para la contemplación de la pena, de que ese espectáculo es tolerable tan sólo durante una breve temporada, mientras en él hay aún conmoción y desgarro y cierta posibilidad de protagonismo para los que miran y asisten, que se sienten imprescindibles, salvadores, útiles. Pero al comprobar que nada cambia y que la persona afectada no avanza ni emerge, se sienten rebajados y superfluos, lo toman casi como una ofensa y se apartan.»

«Los enamoramientos» no es su mejor novela pero aún así es mucho mejor que la mayor parte de las novelas que se publican. Pero, bueno, los que me conocen saben que soy Mariísta. De siempre. Así que no esperen ahora que cambie de parecer.

jueves, 14 de abril de 2011

Noir espagnol

"Porque leer novela negra española es siempre leer a un señor (o señora) que está inventándose unas truculencias parecidillas a las que hemos visto por la tele, y en las películas. Mientras que leer novela negra USA es leer novela negra. Al señor no lo vemos. Al señor no dejamos de verlo en la novela negra española, porque todos sabemos que lo más cerca que han estado de una pistola ha sido en el lavadero de coches de la Repsol, y era de agua y jabones, esa pipa.

Entonces uno lee novela negra hispana y ve enseguida la película. En Las niñas perdidas es Asesinato en 8 milímetros, por ejemplo, y un poco de Sin City.

También hay un retumbar de Stieg Larsson (ay) en ese afán por la burrada gore y la venganza legítima.

¿Qué nos queda, por tanto? De una novela negra española sólo queda el jueguecito de voy a hacer como que no me doy cuenta de que eres un español inventándote una historia que nadie se cree y tú vas a hacer como que sí que te la creías cuando las redactabas."

Las palabras, por supuesto, de Juan Mal-herido. Ese hombre.

domingo, 3 de abril de 2011

Tiempo, tiempo

De la entrevista a Michael Krüger en El País:

P. Muchos cambios. ¿Y cómo afectarán a la lectura?

R. Afectan a nuestra propia existencia. Esto significa que en estos momentos en que vivimos nadie tiene tiempo. Es muy habitual escucharlo. ¡No tengo tiempo! Si empleas aunque sea un periodo muy breve de tiempo en leer basura se lo estás quitando a una lectura de un poema de Góngora. Cuanta más basura haya menos tiempo tendrás para ti. Y es una situación paradójica: escuchar a gente decir que no tienen tiempo. ¡Porque sí lo tienen! Y, claro, en ese vaivén la lectura se ve perjudicada. Porque no se puede leer más rápido. A Proust no se le puede leer en menos de tres meses. Y eso hace que la máquina se enfade. La máquina lo que quiere es que una persona pueda leer a Proust en dos días. La máquina pensará en crear formatos más cortos, en resúmenes, en tiras de cómic... Lo que ocurre me recuerda una cita de Woody Allen; después de leer a Dostoievski le preguntaron sobre el libro y dijo: "Lo único que puedo decir es que es ruso". La lectura es totalmente contraria a esta aceleración. A este ritmo. Cualquier cosa sí se puede adaptar a este ritmo, pero la lectura no.

viernes, 1 de abril de 2011

Los pequesábados salen a la calle

El sábado, como cada año, para conmemorar el aniversario del nacimiento de Hans Christian Andersen, se celebra el Día del Libro Infantil. En La independiente y en Cuento a la vista nos queremos sumar a las celebraciones y queremos invitaros a celebrarlo con nosotros.

Como sabéis, cada sábado en la librería La Independiente, María y Raquel convocan a los niños madrileños para divertirse en torno a talleres donde la lectura, los cuentos y la creatividad son los protagonistas. Este sábado, nuestro pequesábado va a ser más especial que nunca. Vamos a sacarlo a la calle para que todos los que quieran acompañarnos disfruten de los cuentos que estas cuentistas nos descubran. Además, tras los cuentos todos los que quieran participar, grandes y pequeños, podrán ayudarnos a llenar de color la mañana con una actividad creativa.

Lo haremos en la Plaza de Juan Pujol, entre la C/ Espíritu Santo y la C/ Teseo, en Malasaña, el sábado 2 de abril a las 12.30 h. de la mañana. Y lo haremos gratis.