jueves, 27 de octubre de 2011

"Ejército enemigo" de Alberto Olmos

El problema de enfrentarte a una novela escrita por alguien como Alberto Olmos, que ha escrito tanto hablando de otras novelas, en muchos casos de una forma deliberadamente provocadora, adoptando la pose de enfant terrible de la crítica y diciendo cosas como —cito de memoria— «la historia de la literatura española es una puta mierda» o algo así, es que resulta muy fácil que la sombra de su autor planee sobre el texto al hacer una reseña o un comentario o una crítica o una impresión personal o lo que quiera que sea esto que hago en este blog. Yo creo, en cambio, que cualquier texto es un artefacto que se cierra sobre sí mismo. Si Norman Mailer fue un cabrón (uno de verdad, no un personaje que pretende remover un poco la melaza del mundillo literario español; con mucha gracia, por cierto) que apuñaló a su mujer, eso no impide que reconozcamos que escribió unas cuantas obras maestras. También Céline fue un fascista, como Malaparte; Quevedo un resentido; Lope un adulador, etc., etc.
Juan Malherido, el heterónimo de Olmos en Internet, se ha aplicado a rajatabla aquello que cantaban en la Hora Chanante: «Hijo de puta hay que decirlo más» y, como no podía ser de otra manera, se ha ganado unos cuantos enemigos que estaban esperando la publicación de una obra suya para atacarla sin miramientos, relamiéndose. Yo personalmente hubiera preferido que estas disputas literarias fueran como antaño, con retos a duelo, golpes y amputaciones —conocida es la anécdota de que Valle-Inclán perdió el brazo tras una pelea con el periodista Manuel Bueno por una discusión banal— porque, más que nada, a veces me aburro de leer la sección de cultura de los periódicos pero, claro, vivimos tiempos más civilizados y no hay manera.
El caso es que, abstrayéndonos del papel que su autor ha jugado los últimos años en la joven literatura española, la novela me ha gustado bastante.
Muchas de las críticas que se han hecho de la novela inciden en que se trata de una novela ensayística, es decir, una novela que plantea la trama casi como excusa para opinar sobre el estado de las cosas. A mí eso no me molesta, la verdad, sobre todo, porque creo que Olmos hace gala de un olfato muy fino en el análisis de los cambios que está introduciendo Internet, aunque esta frase suene algo rimbombante y propia de una clase de sociología. Por ejemplo, creo con él que la generalización de la pornografía al tiempo que la desaparición casi total de la culpa asociada a su consumo está cambiando las relaciones humanas de una forma profunda. Y no solo las relaciones sexuales. También coincido con él en lo importantes que se han vuelto las palabras cuando gran parte de nuestra memoria externa se encuentra en una granja de servidores de California, almacenada para siempre en ordenadores de Google. Tal vez la gente esté perdiendo la capacidad de enfrentarse a textos profundos y prefiera consumir snacks de información, resúmenes y breves que les proporcionen la sensación de estar informados sin tener que hacer ningún esfuerzo pero, mucho más que antes, somos las palabras que escribimos y las que leemos. It’s a fact, que diría un inglés. También me parece acertada su crítica al buenismo bienintencionado que lava la mala conciencia de muchos niños ricos que están a favor de la revolución —siempre que suceda muy lejos— y que ni siquiera conocen el nombre de la mujer que limpia en casa de sus padres.
En ese sentido, Olmos me recuerda a Houellebecq —ya salió el francés, estaba al caer—, un autor que opina con libertad sobre una gran variedad de temas no necesariamente considerados literarios. ¿Es literario hablar sobre la dificultad que encierra gestionar el suministro de mercancías en una cadena de grandes superficies teniendo en cuenta que se trata de resolver una ecuación con muchas variables, entre ellas el tiempo? No. ¿Es interesante? Sí.
Pero sobre todo me recuerda al francés porque Olmos también es capaz de construir personajes desagradables, egoístas, ensimismados, incapaces de afecto, obsesionados por el sexo y que, sin embargo, hacen y dicen cosas en las que nos vemos reconocidos, aunque no nos guste, aunque nos repugne. Eso nos hace pensar, nos deja un poso, nos permite examinarnos con más sinceridad.
La trama me parece algo endeble, sobre todo la parte final en la que el protagonista se enfrenta al antagonista (no quiero desvelar nada) en una escena bastante bufa. El estilo a veces tampoco funciona. Pero, teniendo en cuenta que las novelas que más se venden son en gran parte pasatiempos —textos que una vez leídos desaparecen de nuestra memoria dejándonos la sensación de que hubiera sido mejor ver una serie con el mismo argumento— hay que decir que esta novela me ha parecido, hum, necesaria.
Eso sí, yo nunca me tomaría una cerveza con el protagonista. Me parece un tipo despreciable. Aunque también es verdad que aquellos que quieran leer vidas ejemplares siempre se pueden dedicar a leer autobiografías. Sobre todo, las de los políticos. Pero luego no la tomen con los negros literarios, que son unos mandados.