miércoles, 21 de marzo de 2012

El "Sunset Limited" de Cormac McCarthy

Una de las cosas que nos sitúan del lado de la madurez es que existen ciertas conversaciones que consideramos pueriles y que procuramos evitar. Por ejemplo, poca gente habla de sus creencias religiosas porque esa conversación y otras del mismo tenor ya las tuvo hace tiempo (seguramente en aquel descampado en el que se fumaba sus primeros pitillos y en el que solo tres años antes, las compañeras de clase le habían encontrado jugando al fútbol en pantalones cortos sin que le importara tener la cara llena de churretes). Esas conversaciones (Dios, el amor, la libertad, el futuro, la muerte) dan vergüenza retrospectiva porque los adolescentes que fuimos no sabían nada y aun así (o precisamente por eso), se atrevían con las verdades absolutas, con las jerarquías inmutables y los colores primarios.

Supongo que entonces el mundo parecía más simple o al menos concebible, abarcable. Bastaba con estudiar y leer mucho para aprenderlo todo, creíamos. O al menos para aprender todo lo que merecía la pena. Pero el mundo se enmarañó y Gödel nos abrió los ojos: todo sistema formal tiene en su interior proposiciones indemostrables con las propias reglas del sistema; o lo que es lo mismo, el mundo tiene una naturaleza fractal y cualquier respuesta a la que llega el hombre genera una nueva batería de preguntas sin respuesta. Tanto estudiar para comprender al final que el conocimiento no explica nada. Tanto admirar a los sabios para leer en sus entrevistas de vejez que estaban enfadados con el hecho de que tenían que irse. Para comprobar, tristemente, que habían equivocado el objeto de su estudio. Tanto acumular conocimiento sobre nuestra mente para acabar entendiendo que el secreto tal vez resida en saber desprenderse de él.

Esta reflexión viene a cuento del último libro de Cormac McCarthy: El Sunset Limited, un diálogo teatral entre dos personajes que más bien son dos arquetipos: uno negro y otro blanco, uno pobre y otro burgués, uno inculto y otro estudioso, uno creyente y otro ateo. En el diálogo el negro ha salvado al blanco del suicidio y trata de convencerlo de que es importante para Dios, de que debe amar a sus hermanos, de que a él le salvó la vida después de un navajazo en la cárcel que casi acaba con su vida. El blanco se resiste, claro, y argumenta en contra. No tienen ni nombre. Son simplemente Blanco y Negro.

Lo bueno (y lo malo a la vez) de que McCarthy utilice dos arquetipos para una discusión de este tipo es que los bandos están muy claros: dos concepciones opuestas del sentido de la vida que se enfrentan, dos visiones sin nada en común. La candidez del negro y su fe (tanto en Dios como en la naturaleza humana) y la amargada lucidez del blanco, pesimista y sin esperanza. No hay dudas ni de una parte ni de otra, no hay fisuras en ninguna de las concepciones del mundo. Esto puede resultar un problema pero también una virtud. Habrá lectores que considerarán los argumentos de ambos demasiado simplistas, porque también los no creyentes pueden disfrutar de una vida espiritual sin que por ello deban creer en la trascendencia o los creyentes ser matemáticos que hayan llegado a la fe gracias a profundas reflexiones metafísicas sobre el infinito. Pero también habrá lectores, entre los que me encuentro, a los que el diálogo entre ambos personajes les haga reflexionar sobre estos temas.

Incluso reconociendo el maniqueísmo del planteamiento y la falta de matices, los personajes son creíbles y los diálogos están bien escritos. Y, sobre todo, me han hecho recordar las conversaciones pueriles de las que hablaba al principio.

Y además, creo que me gustaría ver la obra representada.

jueves, 19 de enero de 2012

Ragtime de E. L. Doctorow

La primera frase (que dicen que es la más importante a la hora de comunicar un mensaje) es esta: Ragtime de Doctorow es una novela buenísima. Así, sin peros. Buenísima. Un fresco de los Estados Unidos en los inicios del siglo XX contado a través de las vicisitudes de una familia burguesa. En ella aparecen Houdini, Pancho Villa o Booker T. Washington. Aparece J. P. Morgan y Henry Ford. Aparecen Padre, Madre y Hermano Menor. Aparece Emma Goldman, la anarquista.

Todos ellos, claro está, se convierten en ficción por el mero hecho de aparecer en una novela («una gota de ficción lo convierte todo en ficción», que decía Muñoz Molina que citaba Patricio Pron en el epílogo de su última novela). Si fueron personajes reales o no lo fueron solo es una anécdota, lo que menos interesante me resulta es investigar si acabaron deportando a la Goldman, si Morgan estaba obsesionado con el antiguo Egipto o si Washington utilizaba tantas referencias bíblicas cuando hablaba. La novela no es buena porque esté muy bien documentada (que lo está), ni siquiera es buena porque queramos saber qué sucede con la familia y contemos los minutos que nos faltan para poder leer (los minutos que pagan las facturas, por ejemplo), ni siquiera porque tenga un estilo que empieza pareciendo seco (frases cortas, muchos puntos y seguidos) y acaba emocionando (no sé cómo consigue Doctorow hacer eso con el lenguaje, la verdad), no, la novela es buenísima por todo eso y además porque pertenece al campo de la literatura, no sé si me explico.

Podríamos decir, parafraseando el famosísimo (y cortísimo y banal) cuento de Monterroso: «Cuando la novela despertó, las series de televisión ya estaban allí», que la narrativa hoy en día tiene que ofrecer algo más que el desvelo progresivo de una trama interesante, algo más que una historia, por bien escrita y documentada que esté. Para contarnos bien una historia ya están las (buenas) series de televisión.

Piensen en una novela como Juego de Tronos de George R. R. Martin. Es una buena novela, imaginativa, creíble, con una trama coherente, con personajes verosímiles (buenos y malos a la vez, como la vida misma), etc. Ahora bien, si me pidieran la saga en La independiente, yo les preguntaría si han visto la primera temporada de la serie y si su respuesta fuera afirmativa, les diría que se ahorraran el primer libro. Es decir, una buena novela sin más. Entretenimiento del mejor pero trasladable en su totalidad a la televisión.

Ragtime es diferente precisamente porque consigue algo imposible de contar (de forma inteligible, quiero decir) con los recursos del cine o de la televisión, que tengamos la sensación de estar atisbando a través de una mirilla una época completa de la historia de Estados Unidos.
Sé que hay un musical y una adaptación al cine de la novela y que el libro tuvo muchísimo éxito en Estados Unidos cuando se publicó en 1974. Seguro que la película no está mal. Sin embargo, creo que lo que hace grande la obra de Doctorow (Homer y Langley es otra novela suya también fantástica y además contada desde el punto de vista de un ciego) es precisamente lo que hace única a la literatura a la hora de contar historias: la atmósfera, el ritmo, la musicalidad. Cosas que no se ven, que solo se pueden sentir.

Creo que hay varias escenas de la novela que se van a quedar mucho tiempo conmigo. Como cuando el músico Coolhouse Walker Jr. interpreta un rag en el salón de la familia y el autor describe cómo la música se va apoderando poco a poco del espacio, posándose aquí y allá, haciendo volutas. O como cuando Hermano Menor se va en un Ford T camino de México y el autor habla de un atardecer de arcilla roja. Seguro que no las olvidaré fácilmente.
Y, ¿saben?, estoy seguro de que si leyeran la novela, sus escenas preferidas serían otras y que si leyeran estas a las que me refiero, la visión que tendrían de ellas sería muy diferente de la mía.

Háganme caso y compren el libro. Y después si quieren vean la película.

martes, 29 de noviembre de 2011

"Acceso no autorizado" de Belén Gopegui

Belén Gopegui ha escrito un libro verdaderamente entretenido que, además, es político, es decir, un oxímoron que diría un retórico, una contradicción en sus propios términos: política entretenida. Pero lo ha conseguido, por un lado, construyendo un thriller más que verosímil y, por otro, poniendo las reflexiones políticas en boca de un personaje, la vicepresidenta del gobierno, en el que no solo resultan pertinentes sino incluso necesarias.

A mí, que alguien con tanta responsabilidad (iba a escribir poder pero el poder está en otro sitio, inaprensible, desubicado, omnipresente y oculto a la vez) aparezca en la novela haciendo esa clase de reflexión política me resulta verosímil, que es de lo que se trata. De hecho, dudo mucho, aunque me pese, que las reflexiones de altura que pueblan la novela se hayan producido en la realidad. Ni parecidas, vamos. Pero una cosa es la verosimilitud y otra la verdad, ya saben. Desgraciadamente, yo creo que la política, al igual que cualquier otra empresa en la que la responsabilidad se diluya a lo largo de la pirámide jerárquica, la realizan personas que, gracias al alambicado juego de influencias, poder y dinero, solo suelen ser engranajes que transmiten las órdenes de arriba a través de la cadena. En eso la política cada vez se diferencia menos de la gestión empresarial y si tienen alguna duda miren a Italia y observen como los políticos ni siquiera se esfuerzan en disimularlo. Los tecnócratas no salen elegidos en las urnas. Tal vez una vicepresidenta del gobierno crea que puede cambiar las cosas pero hasta el momento esos cambios no se han producido. Que yo recuerde, al menos. Que lo escriba, que lo piense, que nos lo haga saber es verosímil, sí, pero sería mucho mejor si fuera verdad. Ya ven, tantas vueltas para acabar diciendo que sería fantástico tener políticos más capaces, con ideología, sea cual sea, y no personas presas de las encuestas y que lo mismo piensan una cosa que la contraria y que, ya de paso, se aprenden lo necesario sobre la economía mundial en dos tardes.

El otro pilar de la novela, la trama policíaca o negra o criminal como quieran llamarla está muy bien ambientada en el entorno de los expertos en seguridad, de los hackers. La seguridad hoy en día tiene que ver, en gran parte, con flujos de información circulando a través de microondas, con riadas de bits atravesándonos a cada momento, con la incansable conmutación de los routers, en la base de todos los servicios que utilizamos. Y no solo son creíbles los personajes sino también sus comportamientos y su filosofía. No les voy a contar mi vida pero digamos que por mi formación y por mi experiencia, tanto profesional como personal , entiendo bastante de estos temas (sin entrar en detalles, es cierto) y he leído muchos artículos sobre ellos. El caso es que Gopegui se ha documentado muy bien y los personajes del abogado, del Irlandés y del ingeniero encargado de duplicar un sistema de escucha de teléfonos móviles son verdaderamente creíbles. Las aspiraciones de cambiar el mundo escribiendo código delante de una pantalla parecen megalómanas pero no lo son en absoluto. Fueron hackers como ellos los que acabaron creando Internet, el correo electrónico, los programas de cifrado y tantas otras cosas, fueron hackers como ellos los que acabaron creando programas como Facebook o Twitter, escritos para ganar dinero con la publicidad y que acabaron con Gadafi como curiosa víctima colateral. Cuando lean a alguno de ellos protestando por los ataques a la neutralidad de la red, préstenle atención, están defendiendo la libertad de información, que es la de todos.

El caso (antes de ponerme un pelín panfletario y demagógico) es que la novela me ha encantado. Un par de tardes me duró. La Gopegui es grande.

lunes, 14 de noviembre de 2011

Parar

Recuerdo la felicidad de las jornadas de estudio, el gozo de leer a Gil de Biedma o a Quevedo, las charlas de los profesores, la cristalización de esta afición a la lectura; recuerdo al hombre que decidió estudiar una carrera universitaria para refinar su criterio como lector, una vez que comprendió que no existía el tiempo suficiente para leer todo lo que era necesario, la deriva que acabó tomando su vida una vez que empezó a leer artículos, reseñas, críticas, literatura técnica. Recuerdo esas cosas con una nostalgia que no se corresponde con el tiempo que ha pasado pero el tiempo (¡ay el tiempo!) se ha llenado de debates estériles en Facebook, de autores demasiado pagados de sí mismos que tuitean 25 mensajes ingeniosos al día y de editores que todas las semanas publican a un autor que cambiará para siempre la literatura mundial; se ha llenado de mensajes, de palabras de relleno. En fin, el tiempo ha cambiado porque ahora tiene más cosas dentro y ha aparecido una velocidad que no existía hasta ahora, un ritmo que se intuye contrario a la literatura.

Miremos de nuevo, más despacio. Como Carlos Marzal:

Cuatro gotas de aceite
sobre un trozo eremita de pan blanco
o sobre el obsequioso corazón
de un tomate maduro en sacrificio,
nos aleccionan con su desnudez,
con su absoluta falta de consejo.

La belleza del mundo es tan frecuente,
tan desinteresada de sí misma,
que hasta que se desvanece en certidumbre,
y acaba por nublarse a nuestros ojos.
Por eso es un pecado
de extrema ingratitud no dar las gracias
en alto con la voz del pensamiento
y con la muda fe de los sentidos.

En la desposesión está la esencia,
en la simplicidad, lo permanente.
Para ungir con lo bello nuestra carne
hay que buscar lo bello donde ha estado
despierto en claridad desde el principio.

El hecho de verter las cuatro gotas,
cuatro lágrimas densas de oro humilde,
sobre las migas cándidas, supone
un acto elemental
contra la ruina
una rúbrica más
contra la muerte.

jueves, 27 de octubre de 2011

"Ejército enemigo" de Alberto Olmos

El problema de enfrentarte a una novela escrita por alguien como Alberto Olmos, que ha escrito tanto hablando de otras novelas, en muchos casos de una forma deliberadamente provocadora, adoptando la pose de enfant terrible de la crítica y diciendo cosas como —cito de memoria— «la historia de la literatura española es una puta mierda» o algo así, es que resulta muy fácil que la sombra de su autor planee sobre el texto al hacer una reseña o un comentario o una crítica o una impresión personal o lo que quiera que sea esto que hago en este blog. Yo creo, en cambio, que cualquier texto es un artefacto que se cierra sobre sí mismo. Si Norman Mailer fue un cabrón (uno de verdad, no un personaje que pretende remover un poco la melaza del mundillo literario español; con mucha gracia, por cierto) que apuñaló a su mujer, eso no impide que reconozcamos que escribió unas cuantas obras maestras. También Céline fue un fascista, como Malaparte; Quevedo un resentido; Lope un adulador, etc., etc.
Juan Malherido, el heterónimo de Olmos en Internet, se ha aplicado a rajatabla aquello que cantaban en la Hora Chanante: «Hijo de puta hay que decirlo más» y, como no podía ser de otra manera, se ha ganado unos cuantos enemigos que estaban esperando la publicación de una obra suya para atacarla sin miramientos, relamiéndose. Yo personalmente hubiera preferido que estas disputas literarias fueran como antaño, con retos a duelo, golpes y amputaciones —conocida es la anécdota de que Valle-Inclán perdió el brazo tras una pelea con el periodista Manuel Bueno por una discusión banal— porque, más que nada, a veces me aburro de leer la sección de cultura de los periódicos pero, claro, vivimos tiempos más civilizados y no hay manera.
El caso es que, abstrayéndonos del papel que su autor ha jugado los últimos años en la joven literatura española, la novela me ha gustado bastante.
Muchas de las críticas que se han hecho de la novela inciden en que se trata de una novela ensayística, es decir, una novela que plantea la trama casi como excusa para opinar sobre el estado de las cosas. A mí eso no me molesta, la verdad, sobre todo, porque creo que Olmos hace gala de un olfato muy fino en el análisis de los cambios que está introduciendo Internet, aunque esta frase suene algo rimbombante y propia de una clase de sociología. Por ejemplo, creo con él que la generalización de la pornografía al tiempo que la desaparición casi total de la culpa asociada a su consumo está cambiando las relaciones humanas de una forma profunda. Y no solo las relaciones sexuales. También coincido con él en lo importantes que se han vuelto las palabras cuando gran parte de nuestra memoria externa se encuentra en una granja de servidores de California, almacenada para siempre en ordenadores de Google. Tal vez la gente esté perdiendo la capacidad de enfrentarse a textos profundos y prefiera consumir snacks de información, resúmenes y breves que les proporcionen la sensación de estar informados sin tener que hacer ningún esfuerzo pero, mucho más que antes, somos las palabras que escribimos y las que leemos. It’s a fact, que diría un inglés. También me parece acertada su crítica al buenismo bienintencionado que lava la mala conciencia de muchos niños ricos que están a favor de la revolución —siempre que suceda muy lejos— y que ni siquiera conocen el nombre de la mujer que limpia en casa de sus padres.
En ese sentido, Olmos me recuerda a Houellebecq —ya salió el francés, estaba al caer—, un autor que opina con libertad sobre una gran variedad de temas no necesariamente considerados literarios. ¿Es literario hablar sobre la dificultad que encierra gestionar el suministro de mercancías en una cadena de grandes superficies teniendo en cuenta que se trata de resolver una ecuación con muchas variables, entre ellas el tiempo? No. ¿Es interesante? Sí.
Pero sobre todo me recuerda al francés porque Olmos también es capaz de construir personajes desagradables, egoístas, ensimismados, incapaces de afecto, obsesionados por el sexo y que, sin embargo, hacen y dicen cosas en las que nos vemos reconocidos, aunque no nos guste, aunque nos repugne. Eso nos hace pensar, nos deja un poso, nos permite examinarnos con más sinceridad.
La trama me parece algo endeble, sobre todo la parte final en la que el protagonista se enfrenta al antagonista (no quiero desvelar nada) en una escena bastante bufa. El estilo a veces tampoco funciona. Pero, teniendo en cuenta que las novelas que más se venden son en gran parte pasatiempos —textos que una vez leídos desaparecen de nuestra memoria dejándonos la sensación de que hubiera sido mejor ver una serie con el mismo argumento— hay que decir que esta novela me ha parecido, hum, necesaria.
Eso sí, yo nunca me tomaría una cerveza con el protagonista. Me parece un tipo despreciable. Aunque también es verdad que aquellos que quieran leer vidas ejemplares siempre se pueden dedicar a leer autobiografías. Sobre todo, las de los políticos. Pero luego no la tomen con los negros literarios, que son unos mandados.

jueves, 29 de septiembre de 2011

Crematorio de Rafael Chirbes

Supongo que uno se rodea de libros y debajo de esos libros pone unas estanterías y debajo de esas estanterías pinta el suelo o lo cubre de madera y más tarde pone un cartel en la puerta diciendo que tiene una librería porque le gusta, básicamente, estar rodeado de libros, y tener un sitio donde mostrarlos ordenadamente y un suelo sobre el que poner una butaca cómoda y sentarse a leer, interrumpiéndose tan solo para atender a los clientes que entran y tienen ganas de hablar, que no son todos. A uno le gusta estar rodeado de libros no como esa gente que compra los libros por el color del lomo para que luzcan bonitos en la estantería sino para leerlos, claro, para tener cientos de libros sin leer en las estanterías y pensar con glotonería cuál voy a leer ahora, cuál, y después de elegir (muchas veces debido al azar, a la reseña de alguien respetado o al comentario siempre elogioso de los comerciales, siempre, siempre elogioso) sentarse cómodamente en una butaca (en su butaca) y abrir el libro y leer. Uno ve como las novedades se amontonan en la mesita que está al lado de su butaca y se amontonan porque aparecen en el mercado constantemente y las que acaban de llegar piden paso a las que habían llegado antes, todas con portadas llamativas, portadas ilustradas que pretenden capturar la atención del posible lector que pasea distraído por una librería (como si pasear tranquilo por una librería no fuera una de esas actividades amenazadas por el progreso, como fabricar botas de vino, por ejemplo) y uno (h)ojea un libro y más tarde comienza a leerlo y cuando el libro es bueno, bueno de verdad, levanta la vista dos horas más tarde sin ser consciente de que medio barrio ha pasado por el escaparate y lo ha visto a uno sumido en la lectura.
Recuerda uno entonces por qué se ha decidido a montar un negocio (etimológicamente la negación del ocio) suicida y modesto que nunca conseguirá darle de comer, recuerda que uno ha contraído unilateralmente una responsabilidad, que uno ha decidido que no bastaba con leer, que algo de lo aprendido había que devolverlo, que uno se ha ido labrando un criterio y que eso es lo que ha comenzado a ofrecer cuando ha puesto un cartel en la puerta que dice librería. Que uno ha montado una librería para vender libros que se conviertan en algo importante para la gente y que, por tanto, tiene que hablar de los libros que le parecen a uno importantes.
Y por eso uno escribe que Crematorio de Rafael Chirbes es probablemente la mejor novela que ha leído en años. Por la estructura, una corriente de conciencia focalizada en un personaje distinto cada capítulo; por la historia, que muestra sin tapujos lo que hemos hecho en nuestras costas y, sobre todo, en nuestra moral, en los últimos treinta años; por la prosa, afilada y certera, con hallazgos cada dos párrafos. Pero, sobre todo, porque estar dentro de la cabeza de Rubén Bertomeu, constructor y millonario, le atrae a uno tanto como le repele, le enfrenta con verdades que no había advertido antes, con el cinismo (amoralidad revestida de gran cultura), con la ambición desmesurada (de poder, de dinero, de amor, de vida, de inmortalidad). Personas así, feroces, que afortunadamente aún se mueren como las demás, hay muchas. Dientes blancos y afilados. Todo dientes. Y para que quede claro, uno también escribe que Rafael Chirbes es un maestro. Un maestro, y a uno le da igual que sus novelas no se vendan (leer la primera edición, años después, no suele ser buena señal) porque, precisamente, uno ha empezado lo que ha empezado para poder leer libros como este y, por mucho que las editoriales se empeñen en convencerle de que lo último que han publicado es lo mejor (afirmación que, como todas las verdades del marketing, es falsa), uno está mayor para andar con la lengua fuera detrás de todo lo que se publica en este país y cuando encuentra algo como esto, una novela como esta, tan poderosa, tan acertada, tan buena literatura, se sumerge en ella sin pensar en nada más.

Y los vecinos, que miren el escaparate.

martes, 13 de septiembre de 2011

El futuro del capitalismo en Houellebecq y Shteyngart

Las dos últimas novelas que he leído: «El mapa y el territorio» de Houellebecq y «Una súper triste historia de amor verdadero» de Gary Shteyngart hablan del capitalismo en sus páginas (ya saben, un sistema económico que en realidad es un rizoma o un estado de ánimo, dependiendo del punto de vista), con las diferencias esperables entre un autor francés y uno norteamericano.
La primera (para mi gusto la mejor de Houellebecq) lo hace básicamente en el epílogo, sin que forme parte de la trama principal de la novela, con el desapasionamiento, la agudeza y la capacidad de observación que ya ha demostrado el francés en algunas entrevistas. Recuerdo, por ejemplo, que predijo en una de esas entrevistas que el futuro de España a medio plazo estribaba en convertirse en la Florida europea, un lugar de retiro para los jubilados del norte, gracias a los días de sol y a la capacidad del personal sanitario. En aquel momento hubo mucha gente indignada por el comentario —ya saben, ya está aquí otra vez el provocador francés metiéndonos el dedo en el ojo— porque nuestro modelo siempre ha sido Estados Unidos (para unos) y Suecia (para otros) pero, desde la perspectiva que dan los años transcurridos desde entonces, hay que reconocer que si realmente pudiéramos conseguirlo tal vez no nos fuera tan mal.
En fin, hay cosas peores que atender a los viejos para que se vayan tranquilos de este mundo. Además, no solo el sol y los médicos ayudarían en ese cometido sino la tradicional mirada sobre la muerte que hemos tenido en este país (a fin de cuentas somos un territorio mediterráneo muy antiguo y los antiguos flujos de vida circulares siguen en nuestro inconsciente colectivo desde el principio) antes de que el capitalismo de raíz anglosajona, precisamente, arrojara la muerte al extrarradio de las grandes ciudades, la escondiera y evitara hablar de ella. Ya digo que no me parece un mal modelo. Si realmente este país hubiera querido parecerse a Estados Unidos o a Suecia, se habría invertido en I+D, se habría dotado la Universidad y no se habría provocado la situación en la que se encuentra nuestra generación mejor preparada, con las maletas hechas y listos para largarse a otro país (sí, efectivamente, a Estados Unidos o a Suecia). El caso es que me parece un análisis acertado a medio plazo.
Lo mismo hace el autor con la Francia del futuro. En su novela el país vecino se ha convertido en un lugar de residencia de millonarios de todo el mundo y los franceses han vuelto a los oficios tradicionales asociados a la vida agraria (han vuelto los herreros, los alfareros, etc.) en una especie de retorno al campo posmoderno, neorrural, precisamente para sacar partido a la imagen que han conseguido transmitir a todo el mundo: el lugar de las trufas y los champiñones, de la buena cocina y los buenos vinos, es decir, de los bon vivants. Sí, tal vez sea más complaciente con Francia que con España, pero hay que reconocer que la imagen del lujo y del glamour está asociada con ese país en todo el mundo. También (supongo que no puede evitarlo) habla de un florecimiento de los burdeles en toda Francia debido a la, para él inexplicable, fama de mujeres ardientes que han conservado las francesas aunque sean inmigrantes del este de Europa. Para los que hayan leído a Houellebecq supongo que esto último no constituye ninguna sorpresa.

En la segunda novela, sin embargo, Shteyngart sitúa toda la acción en un futuro cercano pero indeterminado en el que la gente ha perdido la capacidad de comprender textos complejos debido al influjo de la cultura audiovisual (los jóvenes piensan que los libros huelen mal, como a calcetín mojado, dicen), en el que todos llevan un dispositivo al cuello permanentemente conectado a las tiendas virtuales, a los canales de crédito y a los flujos de información emitidos por particulares, llamado äparät (äparätti, en plural) y sin el que se sienten perdidos. La sociedad está dividida entre IBI y IAI, individuos de bajos ingresos e individuos de altos ingresos, respectivamente, Estados Unidos está desmoronándose porque no puede pagar la deuda (¿les suena?), el Congreso ha perdido cualquier capacidad de influencia y el país se encuentra en guerra con Venezuela. Las corporaciones son las verdaderas dueñas del país…, etc. Supongo que se hacen una idea. Europa, sin embargo, aparece como un continente absolutamente decadente (también empobrecido) en el que se sigue viviendo más o menos del mismo modo, con el caos del tráfico, de las revueltas sociales, de los problemas económicos, pero que, de alguna manera, ha sido capaz de conservar algo de su esencia. A fin de cuentas Roma ha visto pasar por la ciudad a tantos imperios que aguantará impertérrita que uno más, en este caso el americano, se hunda en la absoluta decadencia.
Con el humor característico de los intelectuales judíos que se toman a sí mismos como materia prima (¿recuerdan aquel episodio de Senfield en el que un humorista se hacía pasar por judío para poder hacer chistes sobre judíos?), satírico, ácido, con esa veneración que, como estadounidense descendiente de rusos askenazíes, siente por las palabras («La idea de esos dos —vivos e inmortales— creando algo juntos, una Imagen, una “obra de arte”, como se solía decir, me hizo sentir pena por mí mismo. Ojalá tuviera yo cierta tendencia a pintar o a dibujar. ¿Por qué había de padecer esa vieja dolencia judía por las palabras?»), el protagonista nos cae bien porque resiste como puede los embates de la absoluta superficialidad, la simpleza, la amoralidad y la estupidez de un sistema que ha acabado por devorarse.
Desde Estados Unidos, el negro futuro imaginado por los escritores, siempre tiene algo que ver con la pérdida de la cultura escrita, con el absoluto predominio de lo audiovisual, con la falta de interés en la motivación profunda de las cosas y el pensamiento complejo, con los rostros de los compatriotas absortos ante los chorros de información procedentes de las pantallas (recuerden, si no, Fahrenheit 451). Allí los escritores deben de sentir en verdadero peligro la cultura tradicional. Creo que esto se repite en las distopías americanas porque los intelectuales (en el caso de los judíos con más razón) sienten que se trata de un país que carece de historia y que, por tanto, no tiene asideros a los que recurrir cuando todo se desmanda por la irracionalidad del mundo.

Eso sí, el futuro del capitalismo no es igual de importante en ambas novelas. Su aparición es tangencial en el caso del francés y como ambientación en el caso del americano. El verdadero tema es otro: el arte y la muerte en la primera novela y el amor en la segunda. Simplemente me ha llamado la atención esa coincidencia en estos tiempos de apocalipsis.

Las dos novelas son recomendables. Eso sí, el título de la segunda es francamente feo.