jueves, 29 de septiembre de 2011

Crematorio de Rafael Chirbes

Supongo que uno se rodea de libros y debajo de esos libros pone unas estanterías y debajo de esas estanterías pinta el suelo o lo cubre de madera y más tarde pone un cartel en la puerta diciendo que tiene una librería porque le gusta, básicamente, estar rodeado de libros, y tener un sitio donde mostrarlos ordenadamente y un suelo sobre el que poner una butaca cómoda y sentarse a leer, interrumpiéndose tan solo para atender a los clientes que entran y tienen ganas de hablar, que no son todos. A uno le gusta estar rodeado de libros no como esa gente que compra los libros por el color del lomo para que luzcan bonitos en la estantería sino para leerlos, claro, para tener cientos de libros sin leer en las estanterías y pensar con glotonería cuál voy a leer ahora, cuál, y después de elegir (muchas veces debido al azar, a la reseña de alguien respetado o al comentario siempre elogioso de los comerciales, siempre, siempre elogioso) sentarse cómodamente en una butaca (en su butaca) y abrir el libro y leer. Uno ve como las novedades se amontonan en la mesita que está al lado de su butaca y se amontonan porque aparecen en el mercado constantemente y las que acaban de llegar piden paso a las que habían llegado antes, todas con portadas llamativas, portadas ilustradas que pretenden capturar la atención del posible lector que pasea distraído por una librería (como si pasear tranquilo por una librería no fuera una de esas actividades amenazadas por el progreso, como fabricar botas de vino, por ejemplo) y uno (h)ojea un libro y más tarde comienza a leerlo y cuando el libro es bueno, bueno de verdad, levanta la vista dos horas más tarde sin ser consciente de que medio barrio ha pasado por el escaparate y lo ha visto a uno sumido en la lectura.
Recuerda uno entonces por qué se ha decidido a montar un negocio (etimológicamente la negación del ocio) suicida y modesto que nunca conseguirá darle de comer, recuerda que uno ha contraído unilateralmente una responsabilidad, que uno ha decidido que no bastaba con leer, que algo de lo aprendido había que devolverlo, que uno se ha ido labrando un criterio y que eso es lo que ha comenzado a ofrecer cuando ha puesto un cartel en la puerta que dice librería. Que uno ha montado una librería para vender libros que se conviertan en algo importante para la gente y que, por tanto, tiene que hablar de los libros que le parecen a uno importantes.
Y por eso uno escribe que Crematorio de Rafael Chirbes es probablemente la mejor novela que ha leído en años. Por la estructura, una corriente de conciencia focalizada en un personaje distinto cada capítulo; por la historia, que muestra sin tapujos lo que hemos hecho en nuestras costas y, sobre todo, en nuestra moral, en los últimos treinta años; por la prosa, afilada y certera, con hallazgos cada dos párrafos. Pero, sobre todo, porque estar dentro de la cabeza de Rubén Bertomeu, constructor y millonario, le atrae a uno tanto como le repele, le enfrenta con verdades que no había advertido antes, con el cinismo (amoralidad revestida de gran cultura), con la ambición desmesurada (de poder, de dinero, de amor, de vida, de inmortalidad). Personas así, feroces, que afortunadamente aún se mueren como las demás, hay muchas. Dientes blancos y afilados. Todo dientes. Y para que quede claro, uno también escribe que Rafael Chirbes es un maestro. Un maestro, y a uno le da igual que sus novelas no se vendan (leer la primera edición, años después, no suele ser buena señal) porque, precisamente, uno ha empezado lo que ha empezado para poder leer libros como este y, por mucho que las editoriales se empeñen en convencerle de que lo último que han publicado es lo mejor (afirmación que, como todas las verdades del marketing, es falsa), uno está mayor para andar con la lengua fuera detrás de todo lo que se publica en este país y cuando encuentra algo como esto, una novela como esta, tan poderosa, tan acertada, tan buena literatura, se sumerge en ella sin pensar en nada más.

Y los vecinos, que miren el escaparate.

martes, 13 de septiembre de 2011

El futuro del capitalismo en Houellebecq y Shteyngart

Las dos últimas novelas que he leído: «El mapa y el territorio» de Houellebecq y «Una súper triste historia de amor verdadero» de Gary Shteyngart hablan del capitalismo en sus páginas (ya saben, un sistema económico que en realidad es un rizoma o un estado de ánimo, dependiendo del punto de vista), con las diferencias esperables entre un autor francés y uno norteamericano.
La primera (para mi gusto la mejor de Houellebecq) lo hace básicamente en el epílogo, sin que forme parte de la trama principal de la novela, con el desapasionamiento, la agudeza y la capacidad de observación que ya ha demostrado el francés en algunas entrevistas. Recuerdo, por ejemplo, que predijo en una de esas entrevistas que el futuro de España a medio plazo estribaba en convertirse en la Florida europea, un lugar de retiro para los jubilados del norte, gracias a los días de sol y a la capacidad del personal sanitario. En aquel momento hubo mucha gente indignada por el comentario —ya saben, ya está aquí otra vez el provocador francés metiéndonos el dedo en el ojo— porque nuestro modelo siempre ha sido Estados Unidos (para unos) y Suecia (para otros) pero, desde la perspectiva que dan los años transcurridos desde entonces, hay que reconocer que si realmente pudiéramos conseguirlo tal vez no nos fuera tan mal.
En fin, hay cosas peores que atender a los viejos para que se vayan tranquilos de este mundo. Además, no solo el sol y los médicos ayudarían en ese cometido sino la tradicional mirada sobre la muerte que hemos tenido en este país (a fin de cuentas somos un territorio mediterráneo muy antiguo y los antiguos flujos de vida circulares siguen en nuestro inconsciente colectivo desde el principio) antes de que el capitalismo de raíz anglosajona, precisamente, arrojara la muerte al extrarradio de las grandes ciudades, la escondiera y evitara hablar de ella. Ya digo que no me parece un mal modelo. Si realmente este país hubiera querido parecerse a Estados Unidos o a Suecia, se habría invertido en I+D, se habría dotado la Universidad y no se habría provocado la situación en la que se encuentra nuestra generación mejor preparada, con las maletas hechas y listos para largarse a otro país (sí, efectivamente, a Estados Unidos o a Suecia). El caso es que me parece un análisis acertado a medio plazo.
Lo mismo hace el autor con la Francia del futuro. En su novela el país vecino se ha convertido en un lugar de residencia de millonarios de todo el mundo y los franceses han vuelto a los oficios tradicionales asociados a la vida agraria (han vuelto los herreros, los alfareros, etc.) en una especie de retorno al campo posmoderno, neorrural, precisamente para sacar partido a la imagen que han conseguido transmitir a todo el mundo: el lugar de las trufas y los champiñones, de la buena cocina y los buenos vinos, es decir, de los bon vivants. Sí, tal vez sea más complaciente con Francia que con España, pero hay que reconocer que la imagen del lujo y del glamour está asociada con ese país en todo el mundo. También (supongo que no puede evitarlo) habla de un florecimiento de los burdeles en toda Francia debido a la, para él inexplicable, fama de mujeres ardientes que han conservado las francesas aunque sean inmigrantes del este de Europa. Para los que hayan leído a Houellebecq supongo que esto último no constituye ninguna sorpresa.

En la segunda novela, sin embargo, Shteyngart sitúa toda la acción en un futuro cercano pero indeterminado en el que la gente ha perdido la capacidad de comprender textos complejos debido al influjo de la cultura audiovisual (los jóvenes piensan que los libros huelen mal, como a calcetín mojado, dicen), en el que todos llevan un dispositivo al cuello permanentemente conectado a las tiendas virtuales, a los canales de crédito y a los flujos de información emitidos por particulares, llamado äparät (äparätti, en plural) y sin el que se sienten perdidos. La sociedad está dividida entre IBI y IAI, individuos de bajos ingresos e individuos de altos ingresos, respectivamente, Estados Unidos está desmoronándose porque no puede pagar la deuda (¿les suena?), el Congreso ha perdido cualquier capacidad de influencia y el país se encuentra en guerra con Venezuela. Las corporaciones son las verdaderas dueñas del país…, etc. Supongo que se hacen una idea. Europa, sin embargo, aparece como un continente absolutamente decadente (también empobrecido) en el que se sigue viviendo más o menos del mismo modo, con el caos del tráfico, de las revueltas sociales, de los problemas económicos, pero que, de alguna manera, ha sido capaz de conservar algo de su esencia. A fin de cuentas Roma ha visto pasar por la ciudad a tantos imperios que aguantará impertérrita que uno más, en este caso el americano, se hunda en la absoluta decadencia.
Con el humor característico de los intelectuales judíos que se toman a sí mismos como materia prima (¿recuerdan aquel episodio de Senfield en el que un humorista se hacía pasar por judío para poder hacer chistes sobre judíos?), satírico, ácido, con esa veneración que, como estadounidense descendiente de rusos askenazíes, siente por las palabras («La idea de esos dos —vivos e inmortales— creando algo juntos, una Imagen, una “obra de arte”, como se solía decir, me hizo sentir pena por mí mismo. Ojalá tuviera yo cierta tendencia a pintar o a dibujar. ¿Por qué había de padecer esa vieja dolencia judía por las palabras?»), el protagonista nos cae bien porque resiste como puede los embates de la absoluta superficialidad, la simpleza, la amoralidad y la estupidez de un sistema que ha acabado por devorarse.
Desde Estados Unidos, el negro futuro imaginado por los escritores, siempre tiene algo que ver con la pérdida de la cultura escrita, con el absoluto predominio de lo audiovisual, con la falta de interés en la motivación profunda de las cosas y el pensamiento complejo, con los rostros de los compatriotas absortos ante los chorros de información procedentes de las pantallas (recuerden, si no, Fahrenheit 451). Allí los escritores deben de sentir en verdadero peligro la cultura tradicional. Creo que esto se repite en las distopías americanas porque los intelectuales (en el caso de los judíos con más razón) sienten que se trata de un país que carece de historia y que, por tanto, no tiene asideros a los que recurrir cuando todo se desmanda por la irracionalidad del mundo.

Eso sí, el futuro del capitalismo no es igual de importante en ambas novelas. Su aparición es tangencial en el caso del francés y como ambientación en el caso del americano. El verdadero tema es otro: el arte y la muerte en la primera novela y el amor en la segunda. Simplemente me ha llamado la atención esa coincidencia en estos tiempos de apocalipsis.

Las dos novelas son recomendables. Eso sí, el título de la segunda es francamente feo.

jueves, 8 de septiembre de 2011

Vicente Gallego y su poética

«¿Cuántas veces nos hemos sentado a escribir, y cuántas ha resultado vana esa ansiedad, por más que fuera la nuestra una tentativa diligente y enamorada? Y cuántas otras, sin pretenderlo, resistiéndonos casi, en el momento más inoportuno, nos hemos visto obligados a poner oído y manos a la obra. Entonces todo resulta sencillo y diáfano, entonces todo cuadra gozosamente más allá de nuestro control. No es que no podamos o no debamos sentarnos a propiciar el poema, porque no hay reglas en cuanto al modus operandi, pero el resultado de la búsqueda dependerá siempre de la voluntad soberana de la poesía, no de la calidad de nuestro esfuerzo. El poema puede aterrizar por fragmentos, o de un solo impulso, o puede revelarnos su final antes que el comienzo. El poema, muy a menudo, se complace en jugar al escondite con nosotros, se nos muestra y se esfuma, para volver a sorprendernos con su presencia acuciante en cualquier revuelta del camino.
El poeta, si ha entendido algo de su condición, no puede comprometerse, no acepta encargos y, desde esa perspectiva, resulta un tanto presuntuoso afirmar que es el único responsable de su obra. Un buen artesano será capaz de modelar, uno tras otro, veinte o treinta estupendos platos de cerámica, los que hagan falta; un artista, en cambio, dependerá siempre de la asistencia de ese otro poder —llámesele como se prefiera— para llevar a buen término su cometido. Del mismo modo que ningún hombre puede asegurar que estará vivo al minuto siguiente, un poeta ignora si el poema que acaba de escribir será el último que escriba, por eso, cuando le preguntan acerca de sus intenciones y proyectos, se siente como un potro al que interrogaran sobre la dirección que tomará cuando comience a galopar. Un potro corre y brinca sin importarle a dónde va, disfrutando del trote y de la carrera porque sí, ya que esas actividades forman parte de su misma naturaleza. Vida y poesía nos atañen como un don, se resisten a nuestro deseo de gobernarlas.
A partir del romanticismo, se ha querido ver en el artista a un ser superior, a una persona, digamos, de altura; sin embargo, el autor no es nada en absoluto separado de su obra. ¿Quién fue Shakespeare en realidad, quiénes Velázquez o Mozart? Importa poco; como individuos todos somos la misma siembra de humo, igual cosecha de ceniza.
Pero ahí están Hamlet, Las Meninas, La flauta mágica. Esas criaturas viven su vida inmortal sin saber nada en absoluto de sus autores. Para mí, el apellido Quevedo es poco más que un modo —muy querido— de nombrar algunos de los sonetos más prodigiosos que he leído en castellano; por eso, si pasado mañana se descubriera que esos versos se deben a cualquier otro, nada sustancial se perdería. Un apellido es poca cosa.»


Vicente Gallego. Sobre el arte de hurtarse.