martes, 13 de septiembre de 2011

El futuro del capitalismo en Houellebecq y Shteyngart

Las dos últimas novelas que he leído: «El mapa y el territorio» de Houellebecq y «Una súper triste historia de amor verdadero» de Gary Shteyngart hablan del capitalismo en sus páginas (ya saben, un sistema económico que en realidad es un rizoma o un estado de ánimo, dependiendo del punto de vista), con las diferencias esperables entre un autor francés y uno norteamericano.
La primera (para mi gusto la mejor de Houellebecq) lo hace básicamente en el epílogo, sin que forme parte de la trama principal de la novela, con el desapasionamiento, la agudeza y la capacidad de observación que ya ha demostrado el francés en algunas entrevistas. Recuerdo, por ejemplo, que predijo en una de esas entrevistas que el futuro de España a medio plazo estribaba en convertirse en la Florida europea, un lugar de retiro para los jubilados del norte, gracias a los días de sol y a la capacidad del personal sanitario. En aquel momento hubo mucha gente indignada por el comentario —ya saben, ya está aquí otra vez el provocador francés metiéndonos el dedo en el ojo— porque nuestro modelo siempre ha sido Estados Unidos (para unos) y Suecia (para otros) pero, desde la perspectiva que dan los años transcurridos desde entonces, hay que reconocer que si realmente pudiéramos conseguirlo tal vez no nos fuera tan mal.
En fin, hay cosas peores que atender a los viejos para que se vayan tranquilos de este mundo. Además, no solo el sol y los médicos ayudarían en ese cometido sino la tradicional mirada sobre la muerte que hemos tenido en este país (a fin de cuentas somos un territorio mediterráneo muy antiguo y los antiguos flujos de vida circulares siguen en nuestro inconsciente colectivo desde el principio) antes de que el capitalismo de raíz anglosajona, precisamente, arrojara la muerte al extrarradio de las grandes ciudades, la escondiera y evitara hablar de ella. Ya digo que no me parece un mal modelo. Si realmente este país hubiera querido parecerse a Estados Unidos o a Suecia, se habría invertido en I+D, se habría dotado la Universidad y no se habría provocado la situación en la que se encuentra nuestra generación mejor preparada, con las maletas hechas y listos para largarse a otro país (sí, efectivamente, a Estados Unidos o a Suecia). El caso es que me parece un análisis acertado a medio plazo.
Lo mismo hace el autor con la Francia del futuro. En su novela el país vecino se ha convertido en un lugar de residencia de millonarios de todo el mundo y los franceses han vuelto a los oficios tradicionales asociados a la vida agraria (han vuelto los herreros, los alfareros, etc.) en una especie de retorno al campo posmoderno, neorrural, precisamente para sacar partido a la imagen que han conseguido transmitir a todo el mundo: el lugar de las trufas y los champiñones, de la buena cocina y los buenos vinos, es decir, de los bon vivants. Sí, tal vez sea más complaciente con Francia que con España, pero hay que reconocer que la imagen del lujo y del glamour está asociada con ese país en todo el mundo. También (supongo que no puede evitarlo) habla de un florecimiento de los burdeles en toda Francia debido a la, para él inexplicable, fama de mujeres ardientes que han conservado las francesas aunque sean inmigrantes del este de Europa. Para los que hayan leído a Houellebecq supongo que esto último no constituye ninguna sorpresa.

En la segunda novela, sin embargo, Shteyngart sitúa toda la acción en un futuro cercano pero indeterminado en el que la gente ha perdido la capacidad de comprender textos complejos debido al influjo de la cultura audiovisual (los jóvenes piensan que los libros huelen mal, como a calcetín mojado, dicen), en el que todos llevan un dispositivo al cuello permanentemente conectado a las tiendas virtuales, a los canales de crédito y a los flujos de información emitidos por particulares, llamado äparät (äparätti, en plural) y sin el que se sienten perdidos. La sociedad está dividida entre IBI y IAI, individuos de bajos ingresos e individuos de altos ingresos, respectivamente, Estados Unidos está desmoronándose porque no puede pagar la deuda (¿les suena?), el Congreso ha perdido cualquier capacidad de influencia y el país se encuentra en guerra con Venezuela. Las corporaciones son las verdaderas dueñas del país…, etc. Supongo que se hacen una idea. Europa, sin embargo, aparece como un continente absolutamente decadente (también empobrecido) en el que se sigue viviendo más o menos del mismo modo, con el caos del tráfico, de las revueltas sociales, de los problemas económicos, pero que, de alguna manera, ha sido capaz de conservar algo de su esencia. A fin de cuentas Roma ha visto pasar por la ciudad a tantos imperios que aguantará impertérrita que uno más, en este caso el americano, se hunda en la absoluta decadencia.
Con el humor característico de los intelectuales judíos que se toman a sí mismos como materia prima (¿recuerdan aquel episodio de Senfield en el que un humorista se hacía pasar por judío para poder hacer chistes sobre judíos?), satírico, ácido, con esa veneración que, como estadounidense descendiente de rusos askenazíes, siente por las palabras («La idea de esos dos —vivos e inmortales— creando algo juntos, una Imagen, una “obra de arte”, como se solía decir, me hizo sentir pena por mí mismo. Ojalá tuviera yo cierta tendencia a pintar o a dibujar. ¿Por qué había de padecer esa vieja dolencia judía por las palabras?»), el protagonista nos cae bien porque resiste como puede los embates de la absoluta superficialidad, la simpleza, la amoralidad y la estupidez de un sistema que ha acabado por devorarse.
Desde Estados Unidos, el negro futuro imaginado por los escritores, siempre tiene algo que ver con la pérdida de la cultura escrita, con el absoluto predominio de lo audiovisual, con la falta de interés en la motivación profunda de las cosas y el pensamiento complejo, con los rostros de los compatriotas absortos ante los chorros de información procedentes de las pantallas (recuerden, si no, Fahrenheit 451). Allí los escritores deben de sentir en verdadero peligro la cultura tradicional. Creo que esto se repite en las distopías americanas porque los intelectuales (en el caso de los judíos con más razón) sienten que se trata de un país que carece de historia y que, por tanto, no tiene asideros a los que recurrir cuando todo se desmanda por la irracionalidad del mundo.

Eso sí, el futuro del capitalismo no es igual de importante en ambas novelas. Su aparición es tangencial en el caso del francés y como ambientación en el caso del americano. El verdadero tema es otro: el arte y la muerte en la primera novela y el amor en la segunda. Simplemente me ha llamado la atención esa coincidencia en estos tiempos de apocalipsis.

Las dos novelas son recomendables. Eso sí, el título de la segunda es francamente feo.

2 comentarios:

  1. Buenas apreciaciones.
    El futuro ronda siempre en tiempos donde parece que se desvanece (ya te contaré).
    Kiss

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  2. Pues acabo de terminar, hace apenas media hora, El mapa y el territorio, y me ha gustado mucho. Y me acordaba de que habías escrito algo aquí sobre ella.

    Me ha gustado mucho, ya te digo. Es muy curiosa su manera de hablar, de paso, de tantas cosas, ¿no? Y la obsesión por lo material, la corporeidad, que muestra en esta novela.

    Un abrazo.

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